dimecres, 31 d’octubre del 2012

Roberto Bolaño - Si mai aconsegueixo escriure un fragment com aquest moriré tranquil

Joaquín Font, calle Colima, colonia Condesa, México DF, agosto de
1987.
La libertad es como un número primo. Cuando volví a casa todo había
cambiado. Mi mujer ya no vivía allí y en mi habitación ahora dormía mi hija
Angélica, junto con su compañero, un director de teatro un poco mayor que yo. Mi
hijo menor, por el contrario, se había apropiado de la casita del jardín que
compartía con una muchacha de rasgos aindiados. Tanto él como Angélica
trabajaban todo el día, aunque no ganaban demasiado. Mi hija María vivía en un
hotel cerca del Monumento a la Revolución y casi no veía a sus hermanos. Mi
esposa, al parecer, se había vuelto a casar. El director de teatro resultó una
persona bastante considerada. Había sido compañero de correrías de la Vieja
Segura, o discípulo suyo, no lo podría precisar, y no tenía mucho dinero ni mucha
suerte, pero esperaba montar algún día una obra que lo catapultara a la fama y a
la fortuna. Por las noches, mientras cenábamos, le gustaba hablar de eso. La
compañera de mi hijo, por el contrario, apenas decía una palabra. Me cayó
simpática.
La primera noche dormí en la sala. Puse una manta sobre el sofá, me
extendí y cerré los ojos. Los ruidos eran los mismos de siempre. Pero me
equivocaba. Algo había que los hacía distintos, aunque al principio no supe colegir
qué era. Pero eran distintos y no me dejaban dormir, así que me pasaba las
noches sentado en el sofá, con la tele encendida y con los ojos entrecerrados.
Después me trasladé a la antigua habitación de mi hijo y eso me subió los ánimos.
Supongo que porque la habitación aún conservaba una cierta atmósfera de
adolescente despreocupado y feliz. No lo sé. En cualquier caso, al cabo de tres
días la habitación olía enteramente a mí, es decir olía a viejo, olía a loco, y todo
volvió a ser como antes. Me deprimía y no sabía qué hacer. Me quedaba quieto y
dejaba que pasaran las horas en aquella casa vacía hasta que volvía alguno de
mis hijos del trabajo y cruzábamos unas palabras. A veces llamaban por teléfono y
yo contestaba. ¿Bueno? ¿Quién habla? Nadie me conocía y yo a nadie conocía.
A la semana de volver a casa comencé a dar paseos por el barrio. Los
primeros fueron breves, una vuelta a la manzana y asunto concluido. Poco a poco,
sin embargo, empecé a animarme y mis caminatas, al principio inseguras, me
fueron llevando cada vez más lejos. El barrio había cambiado. Me asaltaron dos
veces. La primera, unos niños armados con cuchillos de cocina. La segunda, unos
tipos mayores quienes al no encontrar dinero en mis bolsillos procedieron a darme
una madriza. Pero yo ya no siento dolor y no me importó. Ésa es una de las cosas
que aprendí en La Fortaleza. Por la noche, Lola, la compañera de mi hijo, me puso
mertiolate en las heridas y me aconsejó que según dónde más valía no meterse.
Yo le dije que no me importaba que me pegaran de vez en cuando. ¿Te gusta?,
dijo ella. No me gusta, dije yo, si me pegaran todos los días no me gustaría.
Una noche el director de teatro dijo que el INBA le iba a conceder una beca.
Lo celebramos. Mi hijo y su compañera salieron a comprar una botella de tequila y
mi hija y el director hicieron una comida de gala, aunque la verdad es que ninguno
de los dos sabía cocinar. No recuerdo qué hicieron. Comida. Yo me lo comí todo.
Pero no era muy bueno. La que hacía bien estas cosas era mi mujer, pero ella
ahora vivía en otro lugar y no estaba dispuesta para esta clase de cenas
improvisadas. Yo me senté a la mesa y me puse a temblar. Recuerdo que mi hija
me miró y me preguntó si me sentía mal. Sólo tengo frío, dije, y era la verdad, con
los años me he convertido en una persona friolera. Una copita de tequila hubiera
ayudado, pero no puedo beber tequila ni ningún otro tipo de alcohol. Así que
temblé de frío y comí y escuché lo que decían. Hablaban de un futuro mejor.
Hablaban de fruslerías, pero en realidad hablaban de un futuro mejor, y aunque
ese futuro no comprendía a mi hijo ni a su compañera ni a mí nosotros también
sonreíamos y hablábamos y hacíamos planes.
Una semana después el departamento que tenía que conceder la beca fue
cerrado por recorte presupuestario y el director de teatro se quedó sin nada.
Comprendí que había llegado la hora de que me empezara a mover. Me
empecé a mover. Telefoneé a algunos viejos amigos. Al principio nadie se
acordaba de mí. ¿Dónde has estado?, decían. ¿De dónde sales? ¿Qué ha sido de
tu vida? Yo les decía que acababa de llegar del extranjero. He estado dando
vueltas por el Mediterráneo, he vivido en Italia y en Estambul. He estado mirando
edificios en El Cairo, una arquitectura que promete. ¿Promete? Sí, el infierno.
Como los edificios de Tlatelolco, pero sin tantos espacios verdes. Como Ciudad
Satélite, pero sin agua corriente. Como Netzahualcóyotl. Deberían matarnos a
todos los arquitectos. He estado en Túnez y en Marraquech. En Marsella. En
Venecia. En Florencia. En Napóles. Feliz tú, Quim, ¿pero por qué has vuelto?
México se va al carajo sin remedio. Supongo que estarás al tanto. Sí, estoy al
tanto, les decía, los informes no han escaseado, mis hijas me enviaban periódicos
mexicanos a los hoteles donde vivía. Pero México es mi patria y lo echaba de
menos. En ninguna otra parte se está tan bien como aquí. No me alburees, Quim,
¿no lo dirás en serio? Completamente en serio. ¿Completamente en serio? Te lo
juro, completamente en serio, algunas mañanas, mientras me desayunaba
contemplando el Mediterráneo y esos veleritos a los que los europeos son tan
aficionados, a veces me ponía a llorar pensando en Ciudad de México, en los
desayunos de Ciudad de México, y sabía que tarde o temprano debía regresar. Y
alguno decía: oye, ¿pero tú no habías estado ingresado en un psiquiátrico? Y yo
decía sí, de eso hace muchos años, precisamente al salir del psiquiátrico me
marché al extranjero. Prescripción médica. Y mis amigos solían reírse con esta
salida o con otras, pues yo siempre adornaba la historia con anécdotas diferentes
y decían ah, qué Quim, y entonces yo aprovechaba y les preguntaba si no sabían
de alguna chamba para mí, algún puestecito en algún bufete de arquitectos, lo que
fuera, un trabajito eventual, para irme haciendo a la idea de que tenía que buscar
algo fijo, y entonces ellos acostumbraban a responderme que la cuestión laboral
estaba muy mala, que los bufetes de arquitectura estaban cerrando uno detrás de
otro, que Andrés del Toro se había largado a Miami y que Refugio Ortiz de
Montesinos había instalado su taller en Houston, así que ya me podía hacer una
idea, decían, y yo me hacía una idea, y más de una idea, pero seguía llamando y
jodiéndoles la paciencia y contándoles mis aventuras en la parte feliz del mundo.
De tanto insistir, acabé obteniendo el puesto de delineante en el taller de un
arquitecto que no conocía. Era un chavo que acababa de empezar y que cuando
supo que yo no era delineante sino arquitecto me tomó cariño. Por las noches,
cuando cerrábamos el changarro, nos íbamos a un bar que está en la Ampliación
Popocatépetl, por el rumbo de la calle Cabrera. El bar se llamaba El Destino y allí
nos quedábamos hablando de arquitectura y de política (el chavito era trotskista) y
de viajes y de mujeres. Se llamaba Juan Arenas. Tenía un socio, al que yo apenas
veía, un tipo gordo de unos cuarenta años, que también era arquitecto pero que
más bien parecía un agente de la secreta y que pocas veces aparecía por el
estudio. Así que el bufete lo constituíamos básicamente Juan Arenas y yo, y como
casi no teníamos nada que hacer y nos gustaba hablar, pues nos pasábamos
buena parte del día hablando. Por la noche me daba un aventón hasta mi casa y
mientras cruzábamos un DF de pesadilla, de pesadilla desfalleciente, yo a veces
pensaba que Juan Arenas era mi reencarnación feliz.
Un día lo invité a comer. Era un domingo. No había nadie en la casa y yo le
preparé una sopa y una tortilla francesa. Comimos en la cocina. Era agradable 
 estar allí, escuchando a los pájaros que venían a picotear en el jardín y mirando a
Juan Arenas, que era un muchacho sencillo y que comía con apetito. Él vivía solo.
No era del DF sino de Ciudad Madero y a veces se sentía desorientado en una
ciudad tan grande. Más tarde llegó mi hija con su compañero y nos encontraron
viendo la televisión y jugando a las cartas. Creo que desde el primer momento mi
hija le gustó a Juanito Arenas y a partir de entonces sus visitas menudearon. A
veces yo me ponía a soñar y nos veía a todos viviendo juntos en mi casa de la
calle Colima, a mis dos hijas, a mi hijo, al director de teatro, a Lola y a Juan
Arenas. A mi mujer no, a ella no la veía viviendo con nosotros. Pero las cosas
nunca salen como uno las ve y las vive en sueños y un buen día Juan Arenas y su
socio cerraron el bufete y se largaron sin decir adonde iban.
Una vez más me tuve que dedicar a telefonear a mis antiguos amigos y a
pedir favores. La experiencia me había enseñado que era mejor buscar chamba
de delineante que de arquitecto y así no tardé en verme una vez más trabajando
duro. Esta vez fue en un bufete de Coyoacán. Una noche, mis jefes me invitaron a
una fiesta. La alternativa era ir caminando hasta la parada de metro más cercana y
volver a casa en donde seguramente no iba a encontrar a nadie, así que acepté y
fui. La fiesta era en una casa que estaba relativamente cerca de la mía. Durante
unos momentos la casa me resultó familiar. Pensé que yo antes había estado allí,
pero luego me di cuenta que no, que lo que pasaba era que todas las casas de
determinada época y de determinado barrio se parecían como una gota de agua a
otra gota de agua y entonces me tranquilicé y me fui directo a la cocina a buscar
algo que comer porque no probaba bocado desde el desayuno. No sé qué me
pasó, pero de repente me sentí con mucha hambre, algo no muy usual en mí. Con
mucha hambre y con muchas ganas de llorar y con mucha alegría.
Y entonces llegué como volando a la cocina y en la cocina encontré a dos
hombres y a una mujer, que hablaban animadamente de un muerto. Y yo cogí un
sandwich de jamón y me lo comí y después me tomé dos sorbos de coca-cola
para que me pasara el sandwich por la garganta. El pan estaba como reseco. Pero
era rico, así que cogí otro sandwich, ahora uno de queso, y me lo comí, pero no de
golpe, esta vez poco a poco, masticando a conciencia y sonriendo tal como solía
sonreír yo hace tantos años. Y el trío que hablaba, los dos hombres y la mujer, me
miraron y vieron mi sonrisa y me sonrieron, y entonces yo me acerqué un poco
más a ellos y oí lo que decían: hablaban de un cadáver y de un entierro, hablaban
de un amigo mío, un arquitecto que había muerto, y en ese momento a mí me
pareció apropiado decir que lo conocía. Eso fue todo. Hablaban de un muerto que
yo había conocido y después se pusieron a hablar de otras cosas, supongo,
porque yo no permanecí allí sino que salí al jardín, un jardín de rosales y abetos, y
me acerqué a la verja de hierro y me puse a mirar el tráfico. Y entonces vi pasar a
mi viejo Impala del 74, gastado por los años, con abolladuras en los guardabarros
y en las puertas, con la pintura descascarada, muy lentamente, a vuelta de rueda,
como si me anduviera buscando por las calles nocturnas del DF, y el efecto que
me produjo fue tal que entonces sí que me puse a temblar, agarrado con las dos
manos a los barrotes de la verja para no caerme, y no me caí, bien cierto, pero se
me cayeron las gafas, mis gafas se deslizaron nariz abajo hasta un matorral o una
planta o un retoño de rosal, no lo sé, sólo oí el ruido y supe que no se habían roto,
y entonces pensé que si me agachaba a recogerlas para cuando me levantara el
Impala habría desaparecido, pero que si no lo hacía no iba a poder ver quién
conducía aquel coche fantasma, mi coche perdido en las últimas horas de 1975,
en las primeras horas de 1976. Y si no veía quién lo conducía, ¿de qué me iba a
servir haberlo visto? Y entonces me ocurrió algo aún más sorprendente. Pensé: se
me han caído las gafas. Pensé: hasta hace un momento yo no sabía que utilizaba
gafas. Pensé: ahora percibo los cambios. Y eso, saber que ahora sabía que
necesitaba gafas para ver, me hizo temerario y me agaché y encontré mis lentes
(¡qué diferencia entre tenerlos puestos y no tenerlos!) y me erguí y el Impala aún
seguía allí, por lo que deduzco que actué con una velocidad sólo concedida a
ciertos locos, y vi el Impala y con mis gafas, esas gafas que hasta ese momento
no sabía que poseía, taladré la oscuridad y busqué el perfil del conductor, entre
atemorizado y ansioso, pues supuse que al volante de mi Impala perdido iba a ver
a Cesárea Tinajero, la poeta perdida, que se abría paso desde el tiempo perdido
para devolverme el automóvil que yo más había querido en mi vida, el que más
había significado y el que menos había gozado. Pero no era Cesárea la que
conducía. ¡De hecho, no era nadie el que conducía mi Impala fantasma! Eso creí.
Pero luego pensé que los coches no andan solos y que probablemente aquel
Impala desvencijado lo conducía algún compatriota chaparrito y desafortunado y
gravemente deprimido, y regresé, con un peso enorme sobre mis espaldas, a la
fiesta.
Cuando ya llevaba recorrido medio camino, no obstante, se me ocurrió una
idea y me volví, pero en la calle ya no estaba el Impala, visto y no visto, ahora
está, ahora ya no está, la calle se había transformado en un rompecabezas de
penumbra al que le faltaban varias piezas, y una de las piezas que faltaban,
curiosamente, era yo mismo. Mi Impala se había ido. Yo, de alguna manera que
no terminaba de comprender, también me había ido. Mi Impala había vuelto a mi
mente. Yo había vuelto a mi mente.
Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de
mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esa
tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo
ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo.

Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño

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